El Imperio de los Sentidos
Por Carlos Manuel Cruz Meza
La celebración del erotismo como acontecimiento indisolublemente ligado a la muerte, Eros y Thanatos en perpetua danza, ha sido reflejado en incontables cintas, muchas fallidas y otras certeras. En el caso de El Imperio de los Sentidos, obra escrita y dirigida por Nagisa Oshima, ambos extremos se unen en un periplo decadente.
Perteneciente a la "nueva ola" del cine japonés que surgió a finales de los años cincuenta, paralelamente a las corrientes del Free Cinema británico y de la Nouvelle Vague francesa, Nagisa Oshima es una de las figuras más destacadas —junto con Shohei Imamura y Hiroshi Teshigahara— de dicho movimiento, caracterizado por la toma de conciencia con la situación de posguerra en que transcurrió la infancia de estos cineastas. Su adolescencia en una sociedad que padeció la humillación nacional les impulsó a luchar en pos de unos principios de autoafirmación y a asentar un espíritu de oposición a la sumisión que para Japón supuso la firma del armisticio. En consecuencia, el nuevo cine japonés quedó marcado por una voluntad de trasgresión que, en el caso de Oshima, cristalizó en su obsesión por el sexo y la violencia como medios de protesta. Como resultado de todo ese ideario cultural, Oshima rodó, en 1976, El imperio de los sentidos, polémica película que narra la destructiva historia de amor que se establece entre dos amantes. La búsqueda de un realismo sexual a través de secuencias explícitamente pornográficas provocó que la cinta fuese prohibida por la censura en algunos países incluido Japón, donde no pudo ser exhibida hasta el año 2001.
Ya la novelista Pauline Reage mostró, en la Historia de O, que el amor puede conducir a la esclavitud cuando el que ama se convierte, de manera voluntaria, en el objeto del ser amado, perdiendo en medio de una deliciosa languidez, de un insuperable abandono, la libertad de decidir. Pero, si en aquella polémica obra O se ofrenda a sí misma, en la película de Oshima los amantes malditos pierden vida y cordura.
La cinta transcurre en una atmósfera claustrofóbica que asfixia por completo al espectador. Filmada en su mayor parte en interiores, la relación de los amantes condenados se va enrareciendo a medida que la acción se desenvuelve. De la prohibición al castigo hay un pequeño paso. Célebre es la escena donde la mujer camina con el pene cercenado de su amado en la mano, extraviada, sosteniendo aquel recuerdo como el símbolo viril de una etapa que se está desmoronando.
Postulada por los Poetas Malditos como el fin último del amor, la muerte, la Bella Dama sin Piedad, posee en la cultura oriental un peso simbólico fortísimo, al igual que las circunstancias en los que esa misma muerte acontezca. Puede haber honor en ella o puede haber deshonra. Puede haber dolor o piedad, casi siempre el primero, casi nunca la segunda. Puede enfrentársele con valor o con cobardía y puede obedecer a causas que impliquen belleza u horror.
Son escasos los ejemplos de un cine erótico de calidad (El último tango en París, El amante, Portero de noche, Calígula), pero todavía lo son más en el terreno de la sexualidad explícita, dado que se trata de un género limitado de por sí a la presencia de temas, contenidos o argumentos abiertos a cualquier tipo de exploración intelectual. Esta obra maestra de Nagisa Oshima constituye prácticamente la única prueba fehaciente de las cualidades analíticas que esta clase de cine es capaz de ofrecer.
Partiendo de un nivel de lectura claramente freudiano, El Imperio de los Sentidos se apoya sobre los presupuestos de una pasión sexual narrada sin ningún tipo de inhibiciones con el fin de realizar un estudio sobre los impulsos amorosos. Los protagonistas, la sirvienta/prostituta Abe Sada (Eiko Matsuda) y su amo Kichi (Tatsuya Fuji), sobrepasan los límites de las relaciones sexuales ordinarias para adentrarse en una progresiva espiral de conocimiento carnal y en la fusión física de dos cuerpos que degenerará en una sumisión mutua y ajena a cualquier regla de orden moral.
Oshima relata todo ese crescendo pasional concediendo a cada nuevo acontecimiento en la vida sexual de la pareja una importancia radical que determina la anormalidad de sus relaciones, y que conducirá inevitablemente a la inmolación del personaje masculino. El recurso a una puesta en escena basada en largos planos de cámara fija ayuda a dotar a la película de una gran relevancia en los aspectos psicoanalíticos de modo que al espectador le resulte a la vez fascinante y angustioso penetrar en el universo erótico de Sada y Kichi.
La imagen inicial de una Sada hipersensible al contacto sexual se refleja en la exacerbación de su goce durante sus primeros escarceos con Kichi. Siendo él quien, en un principio, descubre la vertiente hedonista de la sexualidad a Sada, acaba convirtiéndose posteriormente en el objeto absoluto del deseo de la sirvienta. Celebran una ceremonia nupcial para fortalecer los vínculos de su mutua entrega, momento en que Kichi pasa a ser celosamente custodiado por Sada, quien le amenaza con amputarle el pene si le es infiel. Con este significativo paso, los lazos de unión entre ambos personajes se estrechan y Sada empieza a demostrar una total veneración hacia el miembro viril de Kichi, que está en permanente estado de erección. La devoción de Sada es enfermiza, pues ansía la completa posesión de los genitales de su hombre hasta el extremo de andar sujeta a éstos durante los paseos nocturnos de la pareja por las calles de Tokio y de considerar el pene como un órgano ideado para el placer casi exclusivo de la mujer. En medio de ese deseo sexual constante, el protagonista empieza a padecer la continua desconfianza de Sada a causa de los celos, muestra definitiva de la devoradora actitud de la protagonista hacia su pareja.
La exacerbación de la libido en el personaje de Sada ha dado lugar a escenas muy recordadas por su carácter atrozmente posesivo. Escenas cada vez son más recurrentes, tales como aquellas en las que Sada blande un cuchillo ante la mirada sumisa de Kichi, así como las amenazas de castración. De hecho, ella pone de manifiesto sus ganas de arrancarle el miembro para conservarlo perpetuamente dentro de su vagina.
El poderoso deseo sexual que domina a Sada potencia su capacidad para concebir fantasías eróticas que materializar en forma de juegos. A tal efecto se ha hecho especialmente famosa la secuencia en que opta por convertir el acto de comer en un acto sexual, obligando a Kichi a devorar un huevo duro que se ha introducido previamente en la vagina. De este modo, la pareja va en continua búsqueda de fantasías que satisfagan el apetito sexual de ambos.
El primer paso hacia el impulso destructivo se produce cuando los dos protagonistas introducen el castigo corporal como sistema de placer en sus relaciones. Una vez descubierta esta vertiente sadomasoquista, Kichi y Sada se entregan a ella como recurso final: la capacidad devoradora de Sada es tan grande y la sumisión de Kichi tan absoluta que el destino de estas relaciones queda prefigurado.
Experimentando la intensidad del orgasmo en función del volumen que adquiere el miembro viril de Kichi cuando Sada estrangula a su amante durante el coito, las fuerzas del protagonista se van debilitando. Finalmente, como última demostración de su abandono en manos de Sada, Kichi se deja amordazar alrededor de las muñecas mientras que ella le anuncia su intención de repetir la estrangulación.
Su definitiva obediencia ante los designios de Sada le cuesta la vida a Kichi, pero, no obstante, es una sumisión voluntariamente aceptada de la que no se arrepiente porque previamente ha ofrecido la totalidad de su persona. Del mismo modo, Sada no lamenta la muerte de Kichi ya que ha sido llevada a cabo en forma de entrega sexual. Valorando la secuencia en estos términos, no se puede afirmar de ninguna de las maneras que el espectador asista a la contemplación de un acto homicida, sino más bien a la de un auténtico acto de amor. Oshima concluye el filme con la insistentemente anunciada amputación de los genitales de Kichi. Sada los conservará como el gran objeto de adoración que para ella representan mientras que una voz en off se alza en mitad del plano final para anunciarnos que lo que hemos presenciado está inspirado en hechos reales.
Hay en El Imperio de los Sentidos una estética del horror que años después se retomaría, en una vertiente sangrienta, en otras cintas japonesas como Las flores de la carne y de la sangre o El Paraíso Prohibido de Utamaro. El propio Oshima rodaría un nuevo acercamiento a esta dupla de sangre y sexo en El Imperio de la Pasión, conformando una dualidad cinematográfica irrepetible.
Lo que Oshima nos quiere mostrar es que el amor nunca triunfa por sobre los obstáculos impuestos por la sociedad, y nos enseña que la sociedad y sus reglas con más grandes que los sentimientos y emociones individuales. El desafío amatorio se convierte en un deseo autoinmolatorio, en un afán martirológico para expiar, de manera dramática, el pecado de sucumbir ante la lujuria. La atracción por el otro es afrenta e insulto, pero también ofrece las delicias de la intimidad sensual.
Sin embargo, el castigo se cumple y el sentimiento amoroso pierde. La victoria es pírrica y carece de sentido, no tiene mayor encanto y aún se vuelve grotesca. Se termina por perder dignidad y aplomo, es insostenible y por ende vulnerable. A diferencia de amantes trágicos occidentales como Romeo y Julieta, los amantes de Oshima no logran con su sacrificio nada importante. Para la visión occidental, se trata de dos seres sin fortuna que han conseguido obtener lo que merecen: muerte y dolor, sin entender que han sido, uno para el otro, el complemento anhelado.
La descarga seminal y la hemorragia son metáforas del vaciamiento. Desde esa óptica, orgasmo y agonía son caras opuestas, pero complementarias, de una cercana emoción.
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