domingo, 25 de noviembre de 2007

La Silla del Director

May
Por Carlos Manuel Cruz Meza


La película May es una de las fábulas bizarras más enfermizas. Aunque quizás su aspecto repulsivo provenga precisamente de su alejamiento del horror convencional. Fácil es contemplar cintas que convierten la pantalla en baños de sangre y mutilación, con asesinos indestructibles que poco o nada tienen en común con los verdaderos terrores de la realidad. Cinta multipremiada en festivales europeos, se trata de una joyita incomprendida. May es una chica cuyo padecimiento ocular la convierte en una freak. No es una joven fea, pero ella se considera a sí misma deforme. Su postura, sus gestos, su voz, sus conductas, contribuyen a hacerla aún más rara. Despreciada desde la niñez por padres y amigos, aprende rápidamente que ella es, en un sentido negativo, diferente a los demás. Si el insufrible psiquiatra enano de Ese oscuro objeto del deseo de Buñuel mostraba la superioridad intelectual contenida en un cuerpo deforme, May alude a la discapacidad emocional transformada en psicopatía. May graba en su subconsciente la frase que su madre le espeta de niña: “si no tienes amigos, siempre puedes crear uno”. La metáfora es sencilla, pero May la toma de manera literal. Todos creamos amigos, los fabricamos y construimos ese espejismo llamado amistad; pero May es incapaz de ver al mundo en forma abstracta. Para ella, todo es inmediato, su impresión del universo es en blanco y negro, bueno o malo, amigos o enemigos. Eso define su inestabilidad mental. La personalidad de May es la de una chica que clama por atención y cariño, pero es incapaz de brindarlo. Se trata de una mujer camaleónica, una vampira sentimental, una minusválida emocional. Lo mismo se adapta a los aires de niño terrible del chico cuyas manos le obsesionan, que al desbordado erotismo de la atractiva lesbiana con quien labora, que a la compulsión de comer dulces del punk que conoce en una banca en la calle. May se metamorfosea a cada momento. Uno de sus disfraces es el de buena samaritana. Quiere ayudar a todos: a los animales en la veterinaria donde trabaja; a los niños ciegos en el centro de rehabilitación al que acude como voluntaria; a su compañera de trabajo, quien no entiende el idioma de su jefe. Pero siempre queda mal y además descubre que los demás son todo, menos víctimas indefensas: la mezquindad es patente en todos y cada uno de ellos, y está muy remarcada en la escena donde los niños ciegos se convierten en victimarios al destruir la posesión más preciada de May. No hay en esos infantes espantosos ningún signo de piedad o empatía; atacan con crueldad (la crueldad inherente a los niños) y hacen lo que mejor saben: destruir. Los chicos ciegos desquitan su frustración y su resentimiento con quien los ayuda, devoran a la madre simbólica, ante la mirada cómplice de los retrasados mentales y los otros cuidadores. Cuando niña, May recibe un regalo de su madre: una macabra muñeca encerrada en una caja de cristal. A medida que la película transcurre, nos damos cuenta que esa figura de porcelana representa la psique de May. Con ella habla, a ella le pide consejos, la maltrata y encierra en un clóset, la culpa por lo que le sucede. Y, al tiempo que su mente se va deteriorando cada vez más, el cristal que encierra a la muñeca se va astillando. Cuando la muñeca es destruida por los niños ciegos, lo que ellos realmente destruyen en un sangriento ritual es el último rastro de cordura de la chica. Desde ese instante, May se desploma en el abismo de la demencia: asesina a su gato pero lo conserva a su lado, primero rociándolo con desodorante para eliminar el mal olor y luego guardándolo en el congelador; sufre ataques de ira cuando se encuentra sola; la frase dicha por su madre en su infancia estalla en su pensamiento; y finalmente, concibe la idea homicida que pone pináculo a la película. Pero el plan de May, ejecutado en la Noche de Brujas, carece de encanto y se convierte en un acto desprovisto de pasión, aún de pasión asesina. May recopila partes de cuerpos intentando aprisionar lo mejor que los demás tienen, se construye un muñeco formado de retazos de los cadáveres de todos aquellos que alguna vez la rechazaron, pero lo que queda al final es un guiñapo, una horrenda simulación perecedera. May entonces hace un sacrificio que es también un alivio: regala uno de sus ojos para que el esperpento pueda “ver” y se desploma, ensangrentada, a su lado. Simbólicamente, se ha despojado de aquello que la hacía tan extraña ante la mirada de los demás pero, al mismo tiempo, se ha convertido en un fenómeno aún más detestable. Y sobre el pecho de su bizarra creación, de nuevo es una niña que ruega por una caricia, por atención, por un poco de ternura. La toma final de la película nos muestra al monigote estirando su mano cosida para acariciar el cabello de May, y entonces sabemos que el último resquicio de cordura se ha apagado, que no hay tal caricia de ese Frankenstein posmoderno, y que la mente de esa chica que se solaza en la automutilación y la autoflagelación se ha colapsado por completo. El filme termina allí: no hay más que agregar. May es la historia fársica del hundimiento de una personalidad enferma, de una víctima que, al tratar de convertirse en victimaria, sólo termina destruyéndose y consiguiendo así el fracaso final.

2 comentarios:

Unknown dijo...

¡Órale! ¡Quiero verla! ¡PreXta!

CM CORP dijo...

Okas, master, ya sabes que yes. Apunto "May" en tu lista de pelis que debo copiarte... Y plis, cámbiame ese nombre HORROROSO del diván del poeta por el que utilizo para mis columnas sobre cine en tele e impresos: "La Silla del Director".